SILVIA PLATH 1932 –
1963 EEUU
Silvia Plath fue una niña prodigio, ya
con 8 años escribía poemas, y fue en esos años cuando perdió a su padre, hecho
que afectó definitivamente la vida de la autora. En el primer año de
universidad intentó quitarse la vida y fue tratada en un centro psiquiátrico.
Seguramente su matrimonio y la maternidad no fueron ninguna de las dos, buenas
ideas, y su personalidad
bipolar se sentía prisionera en su
condición de ama de casa y madre. No
superó ver como su marido, el poeta inglés Ted Hughes
le era infiel y se separaba de ella,
dejándola con sus pequeños de 3 y 1 año.
Su separación se debió sobre todo a la aventura amorosa que Hughes tenía
con la poetisa Assia Wevill, pero hay
quienes especulan que Olwyn Hughes, hermana del poeta, interfirió de manera
decisiva en su relación.
Plath retornó a Londres
con sus hijos, Frieda y Nicholas. El invierno de 1962/1963 fue muy duro. El 11 de febrero
de 1963,
sumida en la depresión (el médico aconsejó que se ocupara ella misma de sus
hijos y no la ayudaran en ningún caso en las tareas diarias) y con poco dinero,
viviendo entre las pastillas para dormir, y las pastillas para la despertar. Sylvia se levantó pronto, en un acto de último amor materno, a pesar de que
siempre dudó de ser capaz de sentirlo, preparó el desayuno a sus hijos, abrió la
llave del gas y se asfixió con la cabeza en el horno.
Su hijo Nicholas, maníaco
depresivo, se suicidaría también de adulto en su vida solitaria como profesor
universitario en Alaska.
Es curioso que fuera su exmarido el que
se ocupara de la edición de su obra, tras su muerte. La similitud o no con el
estilo de Ted Hughes, o la intromisión de éste en la poesía de la autora han
sido objeto de gran debate, sobre todo en EEUU donde se la venera, considerándose
por algunos detractores como una influencia perjudicial tanto para su obra como
para su estabilidad mental. Actualmente se la considera una de las grandes
representantes de la poesía confesional.
LIMITE
Su cuerpo
Muerto porta la sonrisa del deber cumplido,
La ilusión de una necesidad griega
Fluye por los papiros de su toga,
Sus pies desnudos
Parecen estar diciendo:
Hemos llegado hasta aquí, es el fin.
Dos bebés muertos hechos ovillo, serpientes blancas,
Cada uno prendido a un pellejo
De leche, ya vacío.
Ella los ha replegado
Hacia su cuerpo como pétalos
De una rosa que se cierra cuando el jardín
Se endurece y las fragancias sangran
Desde las dulces y profundas gargantas de la flor nocturna.
La luna no se habrá de entristecer,
Allá en su atalaya de hueso.
Tiene, de todo esto, la costumbre.
A rastras crujen sombras negras.
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